La lenta llegada del tren de alta velocidad


Vista del puerto de Tarragona durante
las primeras décadas del siglo xx, cuando experimentó la modernización
de sus instalaciones. Desde su introducción en la Península, en 1848,
el ferrocarril se convirtió en un instrumento fundamental para optimizar
la actividad económica portuaria.

Del mismo modo que había sucedido en Gran Bretaña y en Estados Unidos, la implantación de la red ferroviaria en Cataluña –a partir de la línea Barcelona-Mataró en 1848– supuso un revulsivo de primer orden para el transporte a gran escala de personas y mercancías. La introducción de este nuevo medio revolucionó el concepto de transporte de la época. Si tradicionalmente los principales medios de transporte terrestre habían sido los de tracción animal, la aparición del ferrocarril multiplicó de manera extraordinaria la capacidad y frecuencia de estas operaciones. De media, una carreta tirada por un buey no cargaba más de 460 kg; por contrapartida, un tren de mercancías podía cargar, de promedio, hasta 140 t, es decir, unas trescientas veces más. La ubicación de la principal estación de Barcelona, junto al puerto de la ciudad, creó las condiciones idóneas para la intensa actividad que se produjo de la segunda mitad del siglo xix en adelante. No es casual que el mercado central de abastos de Barcelona, el Born, se ubicara dentro del área de influencia inmediata de la estación central, la estación de Francia.

En el ámbito de la logística urbana,
en los últimos ciento cincuenta años
las ciudades catalanas, con Barcelona
al frente, han visto circular por sus calles todas las innovaciones en lo que al transporte de personas y pequeñas mercancías se refiere. En la imagen,
un ómnibus que comunicaba el centro
de la ciudad con la villa de Gràcia a principios del siglo xx.

La llegada de la alta velocidad ha sido lenta, y ha hipotecado el potencial logístico de Cataluña en el cambio del siglo xx al xxi. Su diseño radial –con Madrid en el centro, repitiendo el modelo centralista y a todas luces insuficiente implantado en tiempos del ilustrado Carlos III para la red de carreteras, ahora hace un cuarto de milenio– hace que en 2011 sea posible viajar desde muchas grandes ciudades españolas hasta la capital del Estado, pero en cambio no sea posible la conexión con el resto de Europa. Del mismo modo que los viajeros extranjeros se lamentaban de la incomunicación de España con el continente europeo ya en el Siglo de las Luces –hecho que era interpretado como una muestra más del oscurantismo y la carencia de progreso intelectual de la cultura española contemporánea–, hoy son muchos, de aquí y de allá, los que consideran incomprensible la discontinuidad funcional de la red de alta velocidad en la frontera de los Pirineos. Con la finalización de las obras del túnel del tramo del AVE entre Figueres y Perpiñán en diciembre de 2010, con lo que, de hecho, la capital ampurdanesa se encuentra mucho más cerca paradójicamente de la capital de la Cataluña norte que de Barcelona, imagen que refuerza los vínculos históricos del Empordà con el Rosselló, territorio francés desde el Tratado de los Pirineos de 1659. La progresiva puesta en marcha del corredor ferroviario mediterráneo de ancho europeo para mercancías entre Andalucía, Lyon y Milán, y la intercomunicación de la alta velocidad española para pasajeros con el resto de Europa están llamadas a resolver definitivamente esta situación.

En el ámbito de la logística urbana, en los últimos ciento cincuenta años las ciudades catalanas, con Barcelona al frente, han visto circular por sus calles todas las innovaciones en cuanto al transporte de personas y pequeñas mercancías. De las tradicionales diligencias y tartanas se pasó a los primeros ómnibus, los tranvías de caballos, después de vapor y, finalmente, los eléctricos. En la época del automóvil, los vehículos privados, taxis, trolebuses y autobuses dominaron los movimientos urbanos e interurbanos, hasta que en la década de 1920 se introdujo el ferrocarril metropolitano subterráneo: el metro. Hoy la red de transportes metropolitanos de la capital catalana, que entre bus y metro movió en 2010 más de 570 millones de viajeros, comparte protagonismo con el tranvía, reintroducido en las calles de la ciudad en 2004.